Recibido: 6/12/2016 – Aprobado: 1/2/2017
“Son los griegos los que han plegado, los que han hecho el pliegue”
Gilles Deleuze (2015) La subjetivación. Curso sobre Foucault III.
Sage femme (Martin Provost, 2017) es un film francés/belga, estrenado en Latinoamérica bajo el nombre El reencuentro. Imprevisto y sorpresivo, insistente y obstinado, se nos impone ante nuestra mirada mientras culminamos la escritura del presente número de Aesthethika. Sage femme es un drama con protagonistas femeninas, al parecer lejano de toda experiencia griega. Literalmente, Sage femme significa mujer sabia…Mas, por detrás de ese significado aparente, Sage femme alude a la comadrona, a la partera, a aquel rol que Fenareta, madre de Sócrates, sabemos que ejerció gracias al testimonio del célebre diálogo Teeteto. Incide así, en nuestro marco filosófico, como una rasgadura a nuestra sensibilidad, y pide, el osado film, ser parte de la presente colección de trabajos, aunque sea como coda, aunque sea en esa instancia en que las palabras empiezan a entonar su propia despedida.
Claire (Catherine Flot) es una partera, hija de un reconocido nadador que se quitó la vida disparándose en su corazón por despecho ante el abandono de la que fuera su amante y luego su mujer. Béatrice (Catherine Deneuve) es aquella mujer amante que regresa luego de más de dos décadas a la vida de Claire, deseosa de saber sobre su ex pareja erótica, convaleciente porque padece de un cáncer terminal, y envuelta en la profunda soledad a la que una existencia de mentiras y hedonismo desmesurado la ha conducido. El encuentro produce un fuerte estupor en Claire, que acude a la necesidad de sostén de Béatrice, le presta dinero, la alberga en su hogar, permite que en sus últimos días su glamour no logre opacarse por completo. Claire comienza a emular rasgos de Béatrice, usa su perfume, su labial, y osa emprender un romance con un hombre robusto y nómade, camionero, con quien rocía de sexo una pequeña casa en una parcela de tierra a orillas del Sena. Béatrice, en cambio, osa desaparecer cuando su enfermedad avanza y la sobrepasa, y se quita la vida arrojándose a aquel mismo río, aquél en el que las cenizas de su ex amante habían sido arrojadas. Hasta aquí, una somera sinopsis de la trama de un film que muestra la erosión del paso del tiempo en ambas protagonistas.
El tiempo ha pasado para Claire. El espectador sabe que la clínica en la que trabaja ha llegado a una situación económica insostenible. Claire queda desocupada. Quieren contratarla en un nuevo sanatorio, que se adecúa a las épocas en que la tecnología supuestamente parecería estar al servicio de la salud. Un sanatorio ultramoderno, que es reticente al nombre de Sage Femme para nombrar el oficio, y sugiere, en cambio, el de técnica en mayéutica. Gesto aparentemente nominal que produce la fuga inmediata de Claire del sanatorio. Gesto sutil, que nos remite, como atentos lectores platónicos, a aquella diferencia entre sabiduría y filosofía. “Estéril en sabiduría” (Teeteto 148e-150e), el filósofo es como un partero de almas que no posee el saber ni lo emite de sí, sino que le es posible, en cambio, hacer que las fecundas almas de los demás logren dar a luz aquello latente en ellas. Así, vacía de saber, Claire corre hacia la parcela junto a su amante nómade, y le dice que ha decido dejar su profesión, ya que se encuentra preparada para abrir una escuela. Éros, engendrado por la Carencia y el Recurso como se nos cuenta en el Banquete (203a-204c), se ilumina en el rostro de Claire, quien expresa en palabras su floreciente deseo pedagógico en la escena inmediatamente posterior a la deserción del sanatorio, y lo sella en el beso que da a su hombre cual destello de un amor que la irradia.
El tiempo ha pasado para Béatrice. En las últimas escenas en que la vemos, su cuerpo y su histrionismo en decadencia dejan lugar al florecimiento de la escritura. Un primer mensaje, al abandonar la casa de Claire: que se despoje de todo lo que es de ella, salvo de sus camisas de seda, que a Claire le sentarían muy bien. La tela de sus antiguos ropajes, caricia que Claire hereda de su madrastra. Y una frase culminante, que el espectador escucha cuando Claire, sola, se encuentra desasida en las calles de una París nocturna y fría: “para no haber sido deseadas, mi querida Claire, tú y yo nos las hemos arreglado bastante bien”. Dos mujeres, y el mismo horizonte infranqueable: el deseo.
Claire y su amante están próximos a celebrar la nueva vida que han decidido cosechar juntos. Pero, sobre la mesa, una carta anónima, un post scriptum. Claire la encuentra en su jardín del amor, frente al Sena. Sin remitente, sin grafía. En el pliegue de una hoja en blanco, la huella del rouge de unos labios conocidos, pero ya inexistentes. Ella eligió morir, regalarse esa propia muerte, a todo costo, como un acto voluntario. El espectador ya no tiene dudas. La muerte: aquella empresa en la que ya no hay presa, nos resuena y remite grafías del filósofo francés Maurice Blanchot:
Hay en el suicido una intención notable de abolir el porvenir como misterio de la muerte: en cierto modo uno quiere matarse para que el porvenir no tenga secreto, para volverlo claro y legible, para que deje de ser la oscura reserva de la muerte indescifrable. En esto el suicidio no es lo que acoge la muerte, es más bien lo que quisiera suprimirla como futuro, quitarse esa parte de porvenir que es como su esencia. (Blanchot, 1969)
Desposeída incluso del poder decir “Yo muero”, Béatrice realiza ese patético acto en primera persona llamado suicidio, renegando del misterio de su porvenir e interrumpiendo una obra que la excede. Béatrice no logra decir “Yo muero”, aun muerta. Paradójica imposibilidad de ser enunciada, la muerte personal.
El morir, en cambio, se pliega. El morir, que otro erudito francés, Gilles Deleuze, designa como una línea del afuera, con evidentes ecos foucaultianos y blanchotianos. Del morir se participa, aunque excede al sujeto en su singularidad. El morir con su carácter neutro, por el infinitivo, se burla del sujeto, que no puede conjugarlo consigo en primera persona del presente. No muero, sino que “se” muere. Y no escribo, sino que “se” escribe. Misteriosa analogía entre el morir y el escribir, nos delata Blanchot (y nos delata Béatrice) mediante sus recursos lingüísticos impersonales que ilustran una ontología que pone en jaque una noción de subjetividad de aspiraciones omnipotentes.
¿Será aún posible el vivir? Y Deleuze, aquí, se pronuncia:
Yo digo que hace falta a cualquier precio que la línea del afuera haga un pliegue, pues de lo contrario es invivible. Es invivible. Es la línea del “se muere”. La línea del afuera solo puede arrancarse a la muerte, solo puede bifurcarse de la muerte, si hace un pliegue. Y es en ese pliegue que podemos vivir, respirar y movernos. En los sitios en los que la línea del afuera no hace pliegue —¡no hace pliegues en todas partes!— nos deja librados a lo irrespirable, al vacío, a la muerte. (Deleuze, 2015: 28)
El tiempo ha pasado para nosotros. El pliegue de una hoja, cuyo autor ya no está. La escritura como tránsito posible ante el abismo del perecer constante. El pliegue de unos labios que, en sus movimientos peristálticos, cobijan y eyectan vida. Los pliegues de estos besos, sus surcos, la huella del contacto, para desear, para navegar, para seguir el tránsito que hemos recorrido entre experiencias, lecturas y escrituras, con el señuelo platónico, y multiplicidad de miradas cinéfilas. Los pliegues de estos besos ante tu mirada, filosófico lector, que los haces tuyos por un instante que antecede una inminente, sabida, e inevitable despedida al fin.
Referencias
Blanchot, M. (1969). El espacio literario. Trad. Vicky Palant y Jorge Jinkis. Paidós: Buenos Aires.
Platón. (2006). Teeteto. Trad., introd. y notas de M. Boeri. Buenos Aires: Losada.
Deleuze, G. (2015). “Clase 1: El pliegue del afuera”. La subjetivación. Curso sobre Foucault III. Buenos Aires: Cáctus.
Platón (2015) Banquete. Trad., introd. y notas de E. Ludueña. Buenos Aires: Colihue.