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Volumen 13
Número 2

Septiembre 2017 - Marzo 1018
Publicación: Octubre 2017
Integridad en la Ciencia
A 70 años del Juicio
de Nuremberg


Resumen

La función autor no coincide con el escribiente. Para Bajtín, esta diferencia existe aún en las autobiografías. Los escritos testimoniales de sobrevivientes de alguna catástrofe social deben ser incluidos también en este terreno. En ellos, desarrollar las nociones de autor e intérprete (íntimamente relacionadas) exige trabajar acerca de la ficción. Esta ficción debe ser entendida no como algo ilusorio sino como un texto de complejidad ensamblado de un modo peculiar. Las ficciones testimoniales, como este trabajo propone llamarlas, son un montaje construido por el lenguaje que permite situar lo inexpresable de las experiencias de horror. Interpretar esos textos obliga a no confundir esa función con la del historiador que recolecta datos de lo sucedido. Se trata de interpretar lo propio de un texto y la noción autor que ese texto ofrece. Tres artículos, uno de Jorge Semprún y dos de Laura Alcoba permiten situar estas nociones.

Palabras clave: literatura | lenguaje | psicoanálisis | totalitarismo

Abstract English version

[pp 51-64]

Autor e intérprete. ¿Cómo leer las ficciones testimoniales?

Semprún y Alcoba en lengua extranjera
Carlos Gutiérrez

1
En busca del autor perdido

El arduo y vastísimo problema de la interpretación está sujeto a la pregunta por el autor. Como es demasiado sabido por la frecuencia con que insiste, existe una vía de comprensión de un texto sometido a dos líneas de tensión: las vicisitudes personales y la obra completa de quien lo ha escrito. Por este camino, un texto se mide por las circunstancias personales y sociales de su escribiente y por el lugar que tiene entre otros textos del mismo autor. El resultado de este modo de comprender la escritura es la multiplicidad de libros que analizan vida y obra. Esta perspectiva entiende al texto como la parte de un todo que no puede soslayarse. El saber que produce esta orientación sin dudas tiene su importancia en el terreno del conocimiento, pero se torna débil para situar las coordenadas propias de un escrito y también para ubicar la función autor, función que no coincide con la biografía de quien ha registrado el texto a su nombre.

Ha sido especialmente Roland Barthes (1994) quien ha iniciado la reflexión más intensa y directa acerca de "La muerte del autor" en donde afirma:

(…) en cuanto un hecho pasa a ser relatado, con fines intransitivos y no con la finalidad de actuar directamente sobre lo real, es decir, en definitiva, sin más función que el propio ejercicio del símbolo, se produce esa ruptura, la voz pierde su origen, el autor entra en su propia muerte, comienza la escritura.

Foucault, más tarde, avanzará con estas nociones para intentar responder a la pregunta que da título a su célebre conferencia, ¿Qué es un autor? Lo citaremos en un texto de Agamben (2005) quien retoma la densidad de este problema del siguiente modo:

(…) según el diagnóstico que Foucault no cesa de repetir, "la huella del escritor está sólo en la singularidad de su ausencia; a él le corresponde el papel del muerto en el juego de la ecritura". El autor no está muerto, pero ponerse como autor significa ocupar el puesto de un muerto. Existe un sujeto-autor, y sin embargo él se afirma sólo a través de las huellas de su ausencia. (Agamben, "El autor como gesto", en Profanaciones, 2005, Bs. As., pág. 85).

Y más adelante el filósofo italiano dará otro giro al decir:

El autor no es otra cosa que el testigo, el garante de su propia falta en la obra en la cual ha sido jugado; y el lector no puede sino asumir la tarea de ese testimonio, no puede sino hacerse él mismo garante de su propio jugar a faltarse. (…) así autor y lector están en relación con la obra sólo a condición de permanecer inexpresados. Y no obstante, el texto no tiene otra luz que aquella –opaca– que irradia del testimonio de esta ausencia. (Op. cit. pag. 93)

Formidables palabras que anudan al autor y al lector (intérprete) y en el mismo movimiento, con una frase que continúa la anterior, echa por tierra con las pretensiones de encontrar una luz en el texto por fuera del texto mismo:

Pero precisamente por esto el autor señala también el límite más allá del cual ninguna interpretación puede ir. Donde la lectura de lo poetizado encuentra de alguna manera el lugar vacío de lo vivido, debe detenerse. Ya que tan ilegítimo como intentar construir la personalidad del autor a través de la obra es el buscar hacer de su gesto la cifra secreta de la lectura (op. cit. pág. 93)

Mijaíl Bajtín (2002) destaca esta imposibilidad llevándola más lejos aún y situándola en la autobiografía misma donde una pretendida identidad se encuentra perdida incluso allí. Y lo hace estableciendo una separación entre el narrador y el héroe de la narración: "El autor de una biografía (…) es el otro posible que impregna nuestra conciencia y que dirige con frecuencia nuestros actos, valoraciones y nuestra visión propia junto con nuestro yo-para-mí…" (pag. 132/3) Y más intensamente señalará cómo ese yo-para-mí no coincide con el nombrado en la autobiografía:

"Una parte importante de mi biografía la conozco por las palabras ajenas de mis prójimos (…) Sin estos relatos de otros, mi vida (…) permanecería internamente fragmentada, (…) los fragmentos de mi vida vividos por mí internamente (…) pueden adquirir tan solo una unidad interior del yo-para-mí (…) una unidad confesional pero no la de una biografía (…) El principio interno de unidad no sirve para un relato biográfico, yo-para-mí no podría relatar nada." (pag. 134)

También Giorgio Agamben (2000) situará esta división irremediable al momento de responder acerca de ¿quién es el sujeto del testimonio?:

(…) que no hay un titular del testimonio, que hablar, testimoniar, significa entrar en un movimiento vertiginoso en el que algo se va a pique, se desubjetiva por completo y calla, y algo se subjetiva y habla sin tener –en propio– nada que decir (…) todo testimonio es un proceso o un campo de fuerzas recorrido sin cesar por corrientes de subjetivación y de desubjetivación. (págs. 126/7)

Por su parte, Jacques Lacan (1995) llegará muy lejos con la desnaturalización de la noción trivial de autor al punto de ubicar al plagio mismo como un prejuicio.

Para un analista, abordar el problema del plagiarismo en el registro del orden simbólico debe centrarse en primer término en la idea de que el plagiarismo no existe. No hay propiedad simbólica. (pág. 117)

Sus referencias a este tema son mucho más amplias pero bastará con destacar este nudo de su argumentación. En efecto, si el campo del lenguaje no puede ser una pertenencia –algo que nadie podría atribuirse– el trabajo con la palabra es siempre ajeno. Navegar en las aguas del Otro deja al sujeto sin consistencia, siempre esfumándose, en fading, eterno ausente de donde el yo busca afirmarse en alguna identidad siempre fracasada.

La comprensión del autor como una función inherente al texto mismo marca un rumbo que no es por completo libre y restringe las posibilidades de lectura. Admitir el argumento del autor marcado por su falta de identidad –por su división irremediable, por la propiedad e impropiedad simultáneas, por su sitio nunca ubicable del todo, siempre escabulléndose entre los intersticios de las palabras que le hacen lugar sin embargo– exige una figura de la interpretación no menos incierta. Si la interpretación desconociera estas coordenadas sólo sería la aplicación de un saber que busca domesticar un texto bajo el análisis erudito que reúne el ejercicio de un conocimiento aplicado y la prestancia de saber en un mismo movimiento. La interpretación está marcada por el encuentro singular entre el texto y su intérprete. Carece de un método que la oriente con rectitud poniéndola a resguardo del equívoco. Al no hallar vías unívocas ni manual de procedimiento, no puede practicarse más que de forma oblicua. Cualquier vía recta está perdida porque no existe una verdad entrelíneas como un tesoro escondido que debe hallarse (pretensión de la hermenéutica religiosa frente al texto sagrado). Buscar el subtexto, las entrelíneas, es jugar a las escondidas con un escrito esperando gritar ¡piedra libre!, imaginando un descubrimiento que tranquiliza en su ilusión. De este modo, no se trata de un encuentro con la verdad del texto sino sólo imaginación de un hallazgo.

Si hay alguna verdad está en el texto mismo y no más allá de él. La interpretación del texto es la verdad del texto. Y aunque este encuentro sin garantías es siempre fallado, es, a la vez, siempre logrado como lectura. En este recorrido que la interpretación construye, la ubicación del autor es un hallazgo que se escabulle.

Ficción testimonial o palabra sobreviviente

Las incertidumbres sobre la interpretación cobran mayor fuerza al momento de enfrentarse a la literatura [1] de sobrevivientes de la dictadura militar en Argentina. Especialmente aquellas que más han proliferado: las escritas por los hijos de militantes que enfrentaron a esa dictadura. Estas producciones han sido observadas por la crítica literaria con un esfuerzo académico de clasificación que busca transmitir nociones apoyándose en taxonomías que ordenen un vasto campo en el que no es sencillo orientarse. Somos deudores de esas lecturas porque ellas generan un conocimiento destacable.

Ahora bien, producir conocimiento por la vía del género deja en el camino la posibilidad de hacer una lectura en otra dirección: aquella que invita un texto en sus pliegues y repliegues, en sus inconsistencias, en el fracaso de algunas intenciones autorales (que no es el fracaso del texto; quizás todo lo contrario), en el tono de una voz que habla para ser oída, en ciertos hallazgos expresivos que dan la nota de algo sólo dicho en ese texto y que suena a verdad (dicha siempre a medias, único modo de decirla). Es esta la vía que elegimos para nuestro análisis. Esperamos poder sostenerla aunque quizás –es un temor bien fundado– no siga una línea recta y en más de una ocasión pueda caer en lo que no deseamos, a pesar nuestro.

Eludiremos entonces el saber previo como campo de determinación para intentar una lectura. Esta perspectiva implica considerar que nadie es dueño de su palabra. Dicho de otro modo, aquel que decide un enunciado no por ello gobierna su enunciación. También aquí resuena la noción freudiana de que el yo no es dueño ni de su propia casa. En efecto, en esa división entre quien firma y su autor se sitúa la simultánea propiedad e impropiedad de todo texto.

No obstante los reparos que hemos levantado en torno a considerar vida y obra de un autor, cabe señalar que la operación de análisis se torna más compleja cuando se trata de aquellos que atravesaron por situaciones extremas y deciden relatarlas. Por supuesto, los desarrollos de Bajtín que hemos citado dan cuenta formalmente de ello. Pero el carácter cruento de las experiencias más extremas parece desafiar esas nociones. Debido a ello suelen oírse voces que levantan exigencias para establecer un nexo sin distancia entre relato y suceso, entre testimonio y memoria. Por ello son indispensables las nociones de Agamben, quien las ha forjado para situar nada menos que el exterminio nazi.

Agregaremos aquí las perspectivas de dos sobrevivientes al horror proveniente de dos experiencias históricas distintas. Los autores que citaremos expresan algo que concluye en el mismo punto a pesar de expresarse por distintas vías. Dos orientaciones que se encuentran en el mismo punto al final del camino.

La primera de ellas es que el relato del horror requiere salir de la descripción cruda para construir una narración que se torna posible por la vía de la ficción. Es la posición de Jorge Semprún, dirigente comunista español que, luego de ser tomado prisionero por los nazis en Francia, lugar al que había llegado como exiliado, fue deportado al campo de concentración de Buchenwald por su condición de militante político, donde estuvo prisionero desde 1943 a 1945. Semprún, luego de veinte años de imposibilidad de escribir sobre el Lager y su centro letal –ese monumento de la muerte que es la chimenea del crematorio–, inicia un recorrido en el que designará la fuerza de la ficción acerca de la verdad de una historia. Lo hará en varios pasajes de su obra La escritura o la vida (2011), pero le dedica un especial desarrollo en el pasaje que ahora trataremos.

Una vez que el campo de Buchenwald fue liberado por las fuerzas aliadas, un grupo de deportados –algunos intelectuales entre ellos– discute acerca de cómo contar lo que allí sucedió para que pueda ser comprendido. Alguien señala "¡Hay que decir las cosas como son, sin artificios!". Semprún responde: "Contar bien significa: de manera que sea escuchado. No lo conseguiremos sin algo de artificio ¡El artificio suficiente para que se vuelva arte!". Ante las protestas del grupo agrega: "¿Cómo contar una historia poco creíble, cómo suscitar la imaginación de lo inimaginable si no es elaborando, trabajando la realidad, poniéndola en perspectiva? ¡Pues con un poco de artificio!" (p. 140). La afirmación genera revuelo en el grupo y una voz se impone en el bullicio:

"Estáis hablando de comprender… ¿Pero de qué tipo de comprensión se trata? (…) Me imagino que habrá testimonios en abundancia… Valdrán lo que valga la mirada del testigo, su agudeza, su perspicacia… Y luego habrá documentos… Más tarde los historiadores recogerán, recopilarán, analizarán unos y otros: harán con todo ello obras muy eruditas… Todo se dirá, constará en ellas… Todo será verdad… salvo que faltará la verdad esencial, aquella que jamás ninguna construcción histórica podrá alcanzar, por perfecta y omnicomprensiva que sea… (…) El otro tipo de comprensión, la verdad esencial de la experiencia, no es transmisible… O mejor dicho, sólo lo es mediante la escritura literaria…" (pág. 141).

Este deportado –profesor de la Universidad de Estrasburgo– mira luego a Semprún y concluye con las mismas palabras que de él ha tomado: "Mediante la obra de arte, ¡por supuesto!" [2] (pág. 141).

Agreguemos otro párrafo que sumará elementos de enorme importancia. Ahora es Semprún quien dice:

"No obstante, una duda me asalta sobre la posibilidad de contar no porque la experiencia vivida sea indecible. Ha sido invivible, algo del todo diferente, como se comprende sin dificultad. Algo que no atañe a la forma de un relato posible, sino a su sustancia. No a su articulación, sino a su densidad. Sólo alcanzarán esta sustancia, esta densidad transparente, aquellos que sepan convertir su testimonio en un objeto artístico, en un espacio de creación. O de recreación. Únicamente el artificio de un relato dominado conseguirá transmitir parcialmente la verdad del testimonio." (págs. 25/26)

Destaquemos lo que aquí agrega Semprún: ha sido invivible. Eso supone que no hay posibilidad de subjetivación, de inscripción, de tramitación de esa experiencia en la dimensión horrorosa en que se ha presentado. La vida no es biológica. Vivir supone transitar un camino ajeno a la fisiología celular. Esa vida sólo se desenvuelve como tal en el campo del lenguaje, único lugar en el que construye una experiencia. Esa experiencia entonces es sólo abordable por medio de la ficción que el lenguaje construye. Y esa ficción sólo puede transmitir parcialmente una verdad, una dimensión de la verdad que nunca podrá ser completa; pero sólo a través de ella la experiencia puede conformarse.

La otra referencia que seguiremos es aquella que encontramos en Laura Alcoba para quien sus recuerdos personales son sólo el material de las obras de ficción que ella construye.

"El material es autobiográfico, pero el proyecto no lo es (…) Me interesa navegar en los límites de la realidad-ficción, una mezcla que vengo practicando para tratar de borrar esa frontera.” [3] Los recuerdos son la materia de la que parte para construir esa empresa de ficción. Pero acentuemos el valor y la magnitud que tienen esos recuerdos para ella. No son un instrumento sino la causa misma de su escritura ficcional: decide escribir La casa de los conejos luego de visitar su casa de la infancia, derruida por las bombas del ejército. Regresa allí en 2003, por primera vez después de haberla abandonado en 1976, meses antes del ataque. Visita la casa y el "embute" escondido dentro de ella: ese espacio secreto de la imprenta oculta en el corazón de la casa al que accede por el lugar que solía hacerlo cuando niña. [4]

Aclaremos más puntualmente la diferencia de estas dos vías mencionadas. Una va de los recuerdos a la ficción para transmitir los recuerdos. La otra vía es ficcional y se sirve de los recuerdos para producirla. La ficción termina siendo la estación de llegada y paradójicamente el punto de partida porque esa experiencia sólo es abordable por la ficción. Destaquemos que esto es de tal modo incluso para un sobreviviente: es Semprún mismo quien dice que ellos, los supervivientes, "… no saben aún a qué han sobrevivido". (pág. 144 )

La ficción se torna así el artificio para poner a hablar lo que no es experiencia; es lo que se torna experiencia en ese modo de decirlo. El relato ficcional encuentra el modo de decir una verdad que sólo tiene lugar por esa vía. Esa palabra ficcional no traduce lo que antes estaba como inexpresable. La ficción no es vehículo sino creación de una experiencia donde ella no estaba. La experiencia no es anterior a la palabra que enuncia esa verdad a medias. Es sólo a partir del lenguaje que el real de esa experiencia puede tener lugar para un sujeto.

La conjunción entre recuerdo y ficción reclama algunas líneas que expresen ese lazo.

Artificción

La palabra de la ficción testimonial está construida como una mixtura entre artefacto y ficción. Echemos mano a la etimología para iluminar este cruce.

De la palabra arte (proveniente de ars, artis, cuyo sentido era ’habilidad, profesión, arte’) se derivan un conjunto de términos que aquí queremos poner en relación. Uno de ellos es artefacto, construido por las voces latinas arte factus: hecho con arte (factus está en relación a facĕre, hacer). Como puede verse, al tratarse de hacer con arte, la palabra artefacto no se reduce a su existencia material. Antes bien, ella expresa una operación de ensamblado. Otra derivación de arte es artificio (que el diccionario de la Real Academia Española pone como sinónimo de artefacto en una de sus acepciones).

Tenemos, entonces, al artefacto como artificio, como operación de construcción, como gesto del arte. Es la ensambladura que da lugar a los recuerdos encubridores (Freud, 1983). Pero esa operación está lejos aún de producir ese segundo movimiento que concluye en una forma de tramitación. El artefacto como artificio se cruza con la ficción que tiene una raíz etimológica distinta y de la que queremos sacar provecho.

Ficción es un derivado de fingĕre: amasar, modelar, representar, inventar. Las producciones ficcionales que tratamos son un cruce entre artefacto y ficción. Son una artificción. Un tejido entre artefacto y ficción en la medida que el término artefacto habla acerca de la cosa pero no en su sentido material sino como das ding. La artificción –como cruce entre artefacto y ficción– expresa que la ficción incluye lo real. Este real no tiene lugar por fuera de ella. Es sólo la ficción la que encierra un núcleo inasible. Un núcleo que sólo ella permite considerar pero que, paradojalmente, se escabulle e impide asir por completo.

Ese inasible en la palabra es un inasimilable al lenguaje que en Semprún impide la escritura durante mucho tiempo.

…había tomado la decisión de abandonar el libro que en vano estaba intentando escribir. ‘En vano’ no significa que no lo consiguiera: quiere decir que sólo lo conseguiría a costa de un precio exagerado. A costa de mi propia supervivencia, en cierto modo, pues la escritura incesantemente me remitía a la aridez de una experiencia mortífera. (pág. 243)

Esa aridez mortífera (desierto como muerte de la palabra, palabras de muerte) está en Semprún grabada en el recuerdo de la nieve que la palabra no puede bordear. La nieve: estigma lacerante del lager, resplandor incesante bajo los reflectores de los SS. Y ella vuelve a insistir en el recuerdo: "A pesar de todo eso, el pasado seguía conservando su resplandor de nieve y de humo, como el primer día." (p. 248) En la época donde esa nieve retornaba en la textura de un recuerdo repudiado y censurado por Semprún, su escritura lo dejaba del lado de la muerte.

Conviene detenerse en esta imposibilidad y en el lazo que ella tiene con la lengua materna.

2
Semprún y el desmayo de la lengua

Semprún, por su temprana residencia en Francia, tenía un pleno manejo del francés, a tal punto que eso le permite imaginar lo siguiente:

"Sabía ya que el día en que el poder de escribir me fuera devuelto –en que tomara nuevamente posesión de él– podía escoger mi lengua materna.
Tanto como el español, en efecto, el francés era mi lengua materna" (pág. 293)

¿Será así? ¿La lengua materna se elige? Veamos si un recorrido por aspectos centrales de la obra permite pensar en otra dirección.

La palabra nieve está en corazón mismo de La escritura o la vida. Presencia insistente en la obra, se torna insoslayable para su lectura ya que el propio Semprún obliga una y otra vez a considerarla, especialmente porque va y viene sobre ella hasta ubicarla en planos por completo distintos.

Veamos en otro párrafo qué ha hecho ese recuerdo que lleva el nombre de nieve.

Tiene un accidente: cae de un tren y se recupera en estado confusional. Un farmacéutico lo ayuda a reponerse y a restablecer su plena conciencia. El farmacéutico le pregunta en qué fecha está, para comprobar su estado. En labios de Semprún suena la palabra août, el mes en curso; y ese vocablo se desdobla para Semprún en agosto. Repasa diversos vocablos en francés y luego en castellano, y piensa: "Tal vez había dos palabras para cada una de las realidades de este mundo". Dos lenguas, dos realidades. Y lo inunda entonces una alegría de vivir a medida que avanzaba en ese ejercicio espontáneo de traducción, alegría que empieza a llenarse de inquietud cuando irrumpe una palabra directamente en castellano: nieve.

De repente, en efecto, había aparecido la palabra ’nieve’. En este caso no fue en primer lugar la palabra neige, que después se habría desdoblado, para adquirir la forma ’nieve’. No, esta última forma fue la primera: nieve, precisamente en español. Respecto a la cual asimismo albergaba la sospecha de que se trataba de la palabra originaria, de que no era simplemente la traducción de la palabra neige, sino su significado más antiguo. El más primitivo, quizás. ¿Acaso por esta razón la palabra ’nieve’ resultaba inquietante? ¿Porque era originaria?
Lo ignoraba, pero el desasosiego que esta palabra me provocó empezó a ensombrecer confusamente la claridad irracional de mi dicha de vivir sin más vínculo o fundamento que la vida misma (págs. 235/236)

La palabra que no admite traducción porque no es una palabra sino algo primitivo, lo acosa; y Semprún advierte hasta qué punto, hasta dónde esa "experiencia" lo ha arrasado quitándole la palabra y con ello la posibilidad de escribir. El modo en que aquello inexpresable se muestra no es en cualquier lengua. Desde ese remoto lugar de la lengua materna (que no tiene desdoblamiento ni equivalente) lo inexpresable se dice nieve, en la lengua en la que suena y en ninguna otra que el escritor haya adoptado.

“La nieve de antaño: nieve profunda sobre el bosque de hayas que rodeaba el campo, deslumbrante en la luz de los reflectores. (…) Desde hacía quince años, ya nunca más había caído la nieve sobre mi sueño. La tenía olvidada, reprimida, censurada. Controlaba mis sueños, había expulsado de ellos la nieve y el humo sobre el Ettersberg. (pág. 259) (…) La nieve de antaño no ha cubierto un texto cualquiera me digo para mis adentros. No ha sepultado una lengua cualquiera, entre todas las representadas aquí (…) Ha borrado la lengua originaria, ha sepultado la lengua materna. (pág. 292)

Esa sepultura de la lengua es la imposibilidad misma de escribir porque ha quedado adherida a esos fragmentos de horror que lo acosan más allá del Lager. Recordemos algunos pasajes en el que esta "adherencia" queda expresada.

En la liberación del campo por los aliados, Semprún lo recorre ya como liberado; y en medio de la plaza, bajo el asombro del guardia norteamericano que lo observa con un prismático, recita a los gritos algunos versos de La liberté, el poema de Rene Char (d’un pas à ne se mal guider que derrière l’absence, elle est venue, cygne sur la blessure, par cette ligne blanche, pág. 92) Ese mismo soldado lo reconoce días después:

–Le estuve observando el otro día… Se desgañitaba, solo, en la plaza… ¿Qué era?
–Versos –respondí.
Se quedó boquiabierto.
–¿Poesía? ¡Mierda!
Pero no dijo "mierda". Tampoco dijo la palabra que cabía esperar: shit. Soltó un taco en español para expresar su sorpresa. Había dicho "coño".
Poetry? Coño! –exclamó (págs. 116/117)

Cuando busca salir de Buchenwald en francés, con los versos de La liberté, una palabra española vuelve a anudarlo a ese sitio. Del mismo modo como cuando habla de los soldados norteamericanos de habla hispana:

Y también había numerosos soldados procedentes de Nuevo México, cuyo español melodioso me encantaba. O me perturbaba: que la lengua de mi infancia fuera la de la libertad, no sólo la del exilio y del recuerdo angustiado, resultaba perturbador. (p. 117)

Pero el párrafo siguiente ofrece en toda su crudeza este lazo quemante para Semprún:

Un montón de cuerpos descarnados, macilentos, torcidos, de huesos puntiagudos bajo la piel áspera y tensa, de ojos desorbitados. Había observado la mirada despavorida, sublevada, del joven soldado americano, cuyos labios habían empezado a temblar. De repente, a unos pasos de distancia, le había oído susurrar. En voz baja pero clara, en español, se había puesto a rezar: "Padre nuestro que estás en los cielos…" Al oírlo me había sentido profundamente trastornado. No al oír una oración: hacía tiempo que me negaba ese consuelo desolador, que me prohibía este recurso. Me había sentido trastornado al constatar que la lengua de mi infancia, repentinamente sonora a mi lado, fuese la que expresara la verdad funesta de aquel instante. (págs. 117/118)

Volvamos ahora a la nieve ya que es el propio Semprún quien nos lleva a ella una y otra vez. Pero volvamos de un modo distinto para el propio Semprún. Se trata de un sueño que le permite emprender ese libro que hasta aquel momento estaba impedido de escribir porque lo acercaba a la muerte en cada intento. Emprende entonces La escritura o la vida, que parece tener su ocasión en circunstancias muy especiales. Semprún se encuentra en España, en la militancia clandestina durante el franquismo, frente a un camarada del partido comunista con quien convive y a quien no puede revelar su identidad por razones de seguridad. No sólo debe ocultar su nombre sino también su historia. Este camarada le habla en español de Mauthausen, el campo en el que estuvo como deportado, y le relata desordenadamente sus sinsabores allí:

"Pero no podía decirle nada, no podía ayudarlo a conformar sus recuerdos, puesto que se suponía que no tenía que saber que yo también había sido deportado. Puesto que ni se planteaba que pudiera hacerle compartir este secreto.
Una noche, de repente, tras una dilatada semana de relatos de estas características, se puso a nevar en mi sueño” (pág. 258)

Esa nieve tenía, hasta entonces, otro registro en su vida y gravitaba en sus recuerdos de la peor manera:

“La nieve de antaño: nieve profunda sobre el bosque de hayas que rodeaba el campo, deslumbrante en la luz de los reflectores (…) Desde hacía quince años, ya nunca más había caído la nieve sobre mi sueño. La tenía olvidada, reprimida, censurada. Controlaba mis sueños, había expulsado de ellos la nieve y el humo sobre el Ettersberg” (pág. 259)

¿Qué ha provocado ese sueño? ¿Qué lo ha propiciado? Para arriesgar una respuesta quizás sea necesario situar la escena de su silencio ante el camarada en un terreno por completo distinto hasta ese momento para Semprún. Encontrándose hasta entonces forzado a recordar aquellos hechos que se le imponían en la soledad de sus pensamientos, decidido a causa de ello a deshacerse de esos recuerdos siniestros, se encuentra ahora en la necesidad de ocultárselos a otro, de actuar y hablar (callar, en verdad) bajo otro nombre. Esas vestiduras para ocultar(se) al Otro son la operación que logra ocultárselo a él mismo, la ocasión que le permite perder esos recuerdos al disfrazarlos. Esto es, olvidarlos en su crudeza para recordarlos bajo el velo que lo pone a resguardo (recordemos que su seguridad dependía de ello). Al cabo de esa operación de velo en el sueño, Semprún despierta de otro modo:

“Me había despertado de golpe, sin duda, encontrándome despierto de inmediato lúcido, listo. Pero no era la angustia lo que me despertaba, tampoco el desasosiego. Me encontraba curiosamente tranquilo, sereno. Todo me parecía claro, a partir de ahora. Sabía cómo escribir el libro que había tenido que abandonar quince años antes. Mejor dicho: sabía que podía escribirlo a partir de ahora. Pues siempre había sabido cómo escribirlo: me había faltado valor para hacerlo. Valor para afrontar la muerte a través de la escritura. Pero ya no tenía necesidad de este valor.” (pág. 260)

Luego que la nieve –eterno retorno al campo que lo forzaba al ejercicio de censura– deja de aparecer cual signo, aparece en un sueño con un valor radicalmente distinto. Punto de inflexión en que la nieve pasa de la textura rugosa del recuerdo apremiante al entramado textual de un sueño. Sueña la nieve, y entonces vuelve a escribir. Pero ya no es el resplandor que enceguece: "… algunos territorios reciben una luz nueva entre las brumas del olvido" (pág. 253)

Hay una forma del olvido que requiere franquear el recuerdo, pero de un modo tal que permita operar un pasaje: en Semprún, el del silencio impuesto al destino de autor. Ese libro es, finalmente, el resultado de las torsiones entre escritura, recuerdo, memoria y olvido: la artificción que Semprún logra producir bajo el título La escritura o la vida.

Alcoba y la casa de las palabras encerradas

Laura Alcoba es un escritora cruzada por nacionalidades y lenguas diversas que confluyeron para conformar una singular encrucijada: nacida en La Habana, registrada como argentina a los pocos meses de vida y residente en Francia desde los diez años. Esta escritora franco-argentina nacida en Cuba no escribe en su lengua materna sino en francés pero –como confirmación de ese cruce de caminos– sus temas se remiten a la Argentina.

Esa travesía geográfica es producto de una historia marcada por la actividad política de sus padres. Hija de militantes montoneros, vivió durante buena parte de su infancia en la clandestinidad y habitó una casa de enorme importancia política para la organización guerrillera. En ella se escondía la imprenta de la organización, construida en un sótano secreto, el "embute", que un ingeniero escondió con gran astucia y pericia técnica. En esa vivienda se montó un criadero de conejos para simular una actividad comercial que encubriera la tarea clandestina. Esa casa, esos años de infancia y los inmediatamente posteriores son el contenido temático de sus novelas La casa de los conejos (2016) y El azul de las abejas (2016). [5] Las tomaremos en continuidad por la voz que las narra: la niña que le da el tono de calidez y ternura a una historia en que el peligro y el miedo son una constante. Ese clima de incertidumbre extrema se mete de lleno en cada momento de su vida, aun en las situaciones más cotidianas como los juegos de la infancia. Esa voz, esa calidez y esa atmósfera de muerte inminente relatadas a través de una sencilla y notable escritura dan forma a una obra de enorme solvencia narrativa.

El comienzo y el final de La casa… señala que la novela está construida como una carta. Diana Teruggi es la destinataria. Diana, que junto a Cacho, su marido, habitaba la casa común junto a Laura y su madre. Esa mujer es una fuerte referencia para la niña. Diana era una bella mujer que la niña admiraba y que se encontraba en el final de su embarazo cuando la pequeña que relata abandona la casa sin poder conocer a la criatura por nacer. Ese tono epistolar se pierde en buena parte de la obra pero se recupera en su cierre con un énfasis amoroso por quien ya no está, por quien se ha perdido en aquella casa que se recuerda. Esta alternancia de voces que relatan es un ida y vuelta en la construcción del texto que merece destacarse. Lo que en un escritor mediocre hubiese sido una vacilación en la escritura, en esta obra es precisamente una marca de estilo: la voz de la niña aparece y se pierde para dar lugar a otra voz madura; un vaivén entre quien escribe su miedo y quien lo recuerda:

"… si al fin hago este esfuerzo de memoria para hablar de la Argentina de los Montoneros, de la dictadura y del terror, desde la altura de la niña que fui, no es tanto para recordar como para ver si consigo, al cabo, de una vez, olvidar un poco" (pág. 12).

Miedos antiguos que no se olvidan obtienen sin embargo su olvido en un relato que recuerda. Memoria y recuerdo se dividen entre la voz trémula y la narración poderosamente tierna de aquel temblor que aún acecha.

La clandestinidad lo tiñe todo. La relación con los vecinos, lo que no se dice en la escuela, los juegos infantiles que se utilizan para revisar si son espiados; hasta el nombre mismo:

Yo le respondí, "Laura". Porque esa es la única parte de mi nombre que me dejan conservar. Enseguida me preguntó. "Laura qué" (…) "No, mi papá y mi mamá no tienen apellido. Son el señor y la señora Nadadenada. Como yo". (pág. 69)

Y esa clausura, como es obvio, no se reduce a la vida exterior:

Cuando Diana me propuso subir con ella a la furgoneta y entregar algunos periódicos, sentí una gran alegría y, sobre todo, un inmenso alivio. Una trampa; eso era esta casa. Cuando pienso en mi madre, emparedada detrás de los conejos, haciendo girar las rotativas… Pero aquel día, felizmente, Diana y yo salimos un poco. (pág.110)

Salir de la casa es lo que se produce finalmente antes que fuera atacada por los militares destruyéndola y matando a casi todos sus habitantes. Pero no es tan fácil salir de ahí sin embargo. Es en El azul de las abejas que se narra la partida hacia Francia y una travesía por la lengua francesa que no da respiro a la niña. La obra se inicia con un epígrafe de Clarice Lispector que tiñe de azul el libro y le da su marca de inalcanzable. [6]

En esta novela el padre la introduce en un campo de flores azules a través de una obra que le sugiere a su hija que compartan a la distancia. Un campo de flores azules en el que ella se mete y le permite un recorrido que se acentúa cuando la niña descubre un volumen en la biblioteca pública. Se trata de Les fleurs bleues de Queneau, texto que elige por el título, para seguir ese camino azul junto al padre a través de ese libro que ambos leen simultáneamente, a once mil quilómetros de distancia. El libro que leen en común es La vie des abeilles de Maurice Maeterlinck, texto que el padre le pide que compartan, para comentarlo en las cartas que intercambien. Estaba entonces con él en un campo de flores azules que él recorría en castellano y ella en francés. Estaba con él, sí, pero de ese modo que no hacía fáciles las cosas. Ese texto los unía en el encuentro epistolar y los separaba en las lenguas en las que cada uno visitaba una topografía hecha de palabras cruzadas entre La Plata y Blanc Mesnil, en las afueras de París. O mejor dicho, entre una cárcel de La Plata y el exilio de la lengua. Entre esos dos sitios no hay simetría alguna ni orientación geográfica sino una dislocación, un extravío de los lugares donde nadie estaba en el lugar que quería sino donde era forzado a estar, hablando una lengua sitiada por exigencias, limitaciones y destierros. La lengua era, otra vez, de otra manera, el territorio del ocultamiento, la patria de las contraseñas entre los socios del silencio. De ese modo, encuentro y separación eran una misma cosa; diálogo y silencio a dos voces. Voces desencontradas en esas palabras marcadas por una brecha imposible de colmar: la fotografía pedida por el padre de modo insistente y que la hija no entrega –el espacio vacío de la quinta foto que él podía tener en la prisión– es una muestra cruda de algo que en ese intercambio nunca cierra a pesar del amor. ¿O será a causa del amor mismo modulado como rencor? ¿El rencor de una niña que no tiene a su padre, que le reprocha no tenerlo y logra vengarse faltándole? ¿Qué será para la niña entregar esa imagen suya? Cualquiera sea la respuesta, no es tranquilizador quedar en manos de los que requisan la correspondencia y la someten a evaluación:

¿Qué harán con esa quinta foto que no cumplió con sus expectativas? ¿La romperán? ¿La tirarán? ¿La quemarán? ¿La cortarán en mil pedacitos con tijeras puntiagudas? ¿Y quién hará todo eso, eh? ¿Un guardiacárcel? ¿La señora que se ocupa de requisar a las mujeres, esa que se peina siempre con un rodete muy apretado en la coronilla? ¿Qué hará ella los días en que no hay visita? ¿en qué pasará el tiempo los días que no son jueves?
A eso quizás, a hacer desaparecer fotos. (El azul…, pág. 50)

Ese azul que une a la niña con su padre de un modo tan peculiar es también un puente entre una novela y otra. Las flores azules están presentes en La casa… nada menos que en un lazo entre la pequeña y Diana: "Busco las florcitas azules con las que Diana y yo hicimos un ramo tan bonito la última vez. Inútil. Ya no hay más flores azules" (pag. 106)

Esta discordia de las lenguas, de lo que no se dice, de lo que no logra decirse en la lengua que suena porque hay que traducirla a la lengua que la prisión exige; esa pregunta, ese pedido que el padre hace con ternura en un comienzo, con perplejidad después, con irritación desesperada finalmente; todo esto flota entre ambos como un enigma que ninguno logra responder, cuya respuesta ninguno puede entrever siquiera. Ni el padre ni la hija tienen respuesta al desencuentro.

Y la lengua no es algo menor en estas novelas. En La casa de los conejos, dedica un capítulo a indagar la palabra “embute” usada en la jerga de la militancia para designar el escondite, la imprenta oculta en el corazón de la casa, disimulada hábilmente por su constructor. La indagación que allí se hace de esa palabra no arroja datos en los que la narradora confíe. Tampoco en los de la Real Academia Española, a quien acude pidiendo ayuda. Allí se le dice que es una conjugación del verbo embutir (él embute). Ella parece desestimar el uso verbal porque se usaba como sustantivo común. Pero es evidente que se trata de ese “meter dentro” que ella misma revisa sin aprobarlo, sin orientarse. El embute parece ser una palabra de jerga al modo del canuto, de aquello que está encanutado, escondido, "metido dentro". Sin embargo, esa palabra quedará para ella sin límites claros, sin definiciones precisas, sin equivalencias. En cualquier caso, es el terreno de lo clandestino, del ocultamiento, de lo que no debe mostrarse. Y aquí aparece su fascinación por la lengua francesa. Es en El azul de las abejas que ella juega y se fascina con el francés que no alcanza a dominar y sufre cuando su acento la delata:

… no me gusta mostrar mi acento. Me da vergüenza. Cuando me doy cuenta que alguien lo percibe me siento como en esa pesadilla que tengo con frecuencia y en la que estoy de pie, al fondo de un ómnibus, y de pronto me doy cuenta de que me olvidé de vestirme y que he salido descalza y ahora no tengo más ropa puesta que la bombacha. Me doy cuenta, sí, pero no puedo remediarlo, y el ómnibus sigue adelante a toda velocidad, nada parece detenerlo, y me lleva no sé adónde, ineluctablemente. Aunque lo peor no es ignorar ese destino, sino que todos los pasajeros también se han dado cuenta y ahora tienen los ojos clavados en mí. Me han visto y sobre todo saben. Y yo también sé que lo saben y en el fondo eso es lo más horrible: saber que ellos saben y no poder hacer nada. Sí, respecto de mi acento siento lo mismo que siento en ese ómnibus en que viajo tantas veces, dormida, cuando descubro en los ojos de los otros que también se han dado cuenta; y me gustaría de pronto desaparecer de allí, estar en cualquier otro lugar. Pero mi sueño en general termina con ese sentimiento de vergüenza, mientras que mi acento, después de la vergüenza, continúa. Eso es lo que me pone tan nerviosa y a veces también me enfurece tanto. Quisiera borrarlo, hacerlo desaparecer, arrancarlo de mí a ese acento argentino." (pág. 34)

Remediar esa delación a cada paso de su habla será la tarea de cada día. Y lo hará amando a la lengua francesa por lo que ella oculta:

Las e mudas me fascinan desde siempre (…) A veces llego a entrever por qué las e mudas me emocionan tan profundamente. Ser a la vez indispensables y silenciosas (…) Amo esas letras mudas que no se dejan atrapar por la voz, o apenas. (…) Apenas se las percibe vuelven a desaparecer en la oscuridad. ¿A no ser que permanezcan al acecho? (…) Me gusta imaginar que nos comunicamos así, en silencio. Llego a sentir la complicidad de la ortografía francesa. Y es algo que me encanta (pág. 70/71)

Todo este largo pasaje (transcripto parcialmente) se encuentra en el capítulo Les fleurs bleues, título tomado de la novela de R. Queneau, la que la niña elige precisamente por su nombre, empujada por la lectura común con su padre, llevada por el color que prefieren las abejas. El francés, la voz del silencio, de las letras que se ocultan incluso "detrás de la nariz, como si uno quisiera a la vez pronunciarlas y guardarlas para uno" (p. 10) es la tierra en la que se habla ocultando, se empieza a decir para callar. Una lengua de refugio que sirve para una palabra clandestina en la que se puede engañar, "hacerles creer a los labios que uno dirá una cosa y de pronto decir otra (…) Resulta extraño descubrir que se los puede engatusar tan fácilmente…" (p. 34) En esa guerra prolongada con una lengua esquiva que esconde letras a la vez que la delata en su acento, llega la noche de la última batalla y el día de la conquista.
Se trata del momento del despertar que la retiene aún en la cama por unos instantes mientras su madre prepara sus cosas para salir hacia el trabajo. La niña, desde su cama, con la cabeza apoyada sobre el libro de Queneau que había terminado de leer la noche anterior, pregunta imprevistamente: "Tu m’as laissé les clés?"" [7]. La sorpresa de la madre es idéntica a la de la hija:

Yo también había quedado estupefacta.
¿Por dónde habrían podido llegar aquellas palabras a mis labios, de repente?
–¡Hablaste en francés!
Mi madre se había asombrado en castellano: ¡Hablaste en francés!, repitió. Y de verdad era raro.
Yo estaba maravillada y desconcertada a la vez.
La sorpresa fue tal que me quitó el sueño de un golpe. (…) Por primera vez no había traducido. Había encontrado, sin necesidad de buscar, la entrada" (pág. 119, El azul)

Quizás sea el padre quien le ha dado la llave. La entrada y la salida a la vez.

Recién luego de eso, de pronunciar esa frase, luego de encontrar asilo en otra lengua puede, en la siguiente carta, enviar la foto pendiente. La "quinta" foto –que soportó una espera angustiosa por parte del padre–, acompaña ahora la carta que la niña envía. Alojada en el francés, con la llave en la mano, ella puede mostrarse al padre pero en una foto francesa. Sólo entonces se encuentra a resguardo; o, mejor dicho, sólo entonces puede despojarse de esos fantasmas de despedazamiento que promueve la requisa de la cárcel que ella visitó en otro tiempo.

El francés es el embute de la narradora, el escondite en el que la palabra puede tener lugar aun con esos límites o, probablemente, gracias a ellos, como una imprenta clandestina que puede escribir su verdad y a la vez la escamotea para no delatarse. El francés no es la lengua en la que ha sucedido lo que se narra pero es la lengua en la que se puede hacer la experiencia de lo que hasta entonces sólo era palabra coartada, artimañas de engaño, miedo, rodeos para despistar, y otra vez el miedo que lo envuelve todo. [8]

Es en lengua francesa que esa artificción alcanza a producirse: la ficción traza el recorrido de una historia que alcanza ese estatuto en la narración francesa. Casi como un oxímoron: una pequeña historia argentina escrita en francés. La lengua materna, aprisionada y clandestina, confinada entre esos muros de conejos y en la falta de apellido, no permite decir ese silencio. La niña encuentra en esa lengua propicia la vía para narrar lo que no se puede, lo imposible de decir, como un sordo ruido que oír se deja en la gran voz de la pequeña.

Bibliografía

Agamben, G. (2005) "El autor como gesto", en Profanaciones. Bs. As., Argentina: Adriana Hidalgo.

Alcoba, L. (2014) La casa de los conejos. Buenos Aires, Argentina: Edhasa.

Alcoba, L. (2016) El azul de las abejas. Buenos Aires, Argentina: Edhasa.

Arfuch, L. (2010) El espacio biográfico. Dilemas de la subjetividad contemporánea. Buenos Aires, Argentina: Fondo de Cultura Económica.

Arfuch, L. (2013) Memoria y autobiografía. Exploraciones en los límites. Buenos Aires, Argentina: Fondo de Cultura Económica.

Barthes, R. (1994) "La muerte del autor", en El susurro del lenguaje, Barcelona, Madrid: Paidós.

Bajtín, M. (2002) Estética de la creación verbal. Buenos Aires, Argentina: Siglo XXI editores.

Benjamin, W. (2008) El narrador, Santiago de Chile, Chile: Ediciones Metales Preciosos.

Freud, S. (1983) "Los recuerdos encubridores", en Obras completas, Tomo I. Madrid, España: Biblioteca Nueva.

Lacan, J. (1995) El seminario, Las psicosis, Libro 3, Buenos aires, Argentina: Paidós.

Lacan, J. (1992) El seminario, La ética del psicoanálisis, Libro 7, Buenos Aires, Argentina: Paidós

Semprún, J. (2011): La escritura o la vida. Buenos aires, Argentina: Tusquets.


[1Este término usado en su más amplio sentido; Bajtín (2002) las llamará "creaciones verbales".

[2Se trata de un problema en el que las controversias levantan llamaradas. La reflexión de ese deportado continúa de este modo: "El cine parece el arte más apropiado (…) Los documentales tiene su límite (…) Haría falta una ficción, ¿pero quién se atreverá?" En la antípoda de esto se encuentra el rechazo por parte de muchos críticos y cineastas a realizar un tratamiento estético del horror del campo. Pues, en efecto, hubieron quienes se atrevieron a construir ficciones con el exterminio. Un blanco emblemático del ataque a quienes se aventuraron en esa dirección ha sido Gillo Pontecorvo con su Kapo. La escena final del suicidio en ese film tiene un tratamiento estético que provocó amplios rechazos. En el extremo de esta posición de rechazar cualquier imagen del Lager, incluso las documentales, está Claude Lanzmann (realizador de documenta Shoah, en el que sólo hay testimonios de los sobrevivientes). El nudo de este rechazo radical se asienta en que no puede haber, según él, imágenes que "representen" lo irrepresentable. Para un análisis de este debate ver La ausencia como objeto. Imágenes del Silencio/Silencios de la imagen, Eduardo Grüner, Conjetural, Revista psicoanalítica, Nº 66, abril 2017, Ediciones Sitio, Bs. As., Argentina.

[4"Entré al embute como solía hacerlo de niña, de una manera que no era la de los demás, por la apertura de aquel entonces, a pesar de que todo estuviese roto alrededor, de que se pudiese entrar por los costados. Pero era como si yo no viese las aperturas laterales que no existían cuando yo era niña.", http://www.infojusnoticias.gov.ar/entrevistas/laura-alcoba-el-libro-se-convirtio-en-motor-de-otras-memorias-79.html, extraído el 27-9-2017.

[5Dejamos al margen de nuestro análisis "Los pasajeros del Anna C.", novela en la que se narran hechos tomados de la vida de sus padres adolescentes, su formación como militantes en Cuba y su regreso a Argentina, con una niña recién nacida en brazos, para hacer la revolución buscada. Debido a eso se la incluye en una trilogía con las otras mencionadas. No será nuestro caso. Por lo mencionado acerca del método de lectura, no buscamos la reconstrucción de los sucesos históricos sino intentar situar un autor desde nuestra posición de intérprete.

[6Para vermos o azul, olhamos o céu./A terra é azul para quem olha do céu./Azul será uma cor em si ou uma questão de distanciâ?/Ou uma questão de grande nostalgia?/O inalcançável é sempre azul. (C. Lispector, A descoberta do mundo)

[7¿Me dejaste las llaves?"

[8Una breve anécdota familiar nos permite situar aquí los contornos de la función de la lengua en la experiencia. Un niño argentino vive con sus padres en Holanda. El niño relata con entusiasmo a su madre una escena escolar en la clase de lengua inglesa. El niño lo narra velozmente. A la madre le cuesta seguir el relato hasta que lo detiene para decirle: Pero… ¿por qué me hablás en inglés? El hijo responde: ¡Es que pasó en inglés, mamá!
Agreguemos aquí la mención a una investigación de Ignacio Lewkowicz que quedó trunca en sus inicios. Consistía en indagar acerca de la caída en desuso del idish. Más exactamente, qué había quedado del paso del pueblo judío por Europa o qué se había hecho de esa experiencia vivida en idish en tiempos que esa lengua de la diáspora languidece.


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